Emma Godoy Lobato
Emma Godoy
Nació en Guanajuato, Guanajuato, el 25 de marzo de 1918.
Fue la hija más pequeña de 15 descendientes que tuvo el matrimonio formado por la señora Abigail Lobato y el licenciado Enrique Godoy. La niña de ojos claros, mirada profunda, humor a flor de piel, lectora voraz, vivió en la calle de Cantarranas número seis, cerca de la Plaza del Baratillo de su ciudad natal. Cuando Emma cumplió ocho años, su familia decidió emigrar a una casona ubicada en el barrio de Popotla, en el Distrito Federal.
Estudió en la Escuela Normal Superior y se recibió como maestra en Lengua y Literatura Españolas, con la tesis "Iniciación a los estudios literarios y la psicología de los adolescentes".
Su inclinación a la poesía la llevó a conocer, junto con Margarita Michelena, a otra maestra de las letras: Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura 1945, cuyo nombre verdadero era Lucila Godoy.
En 1940 empezó a colaborar en la revista cultural Ábside. También lo hizo en otras publicaciones como El libro y el Pueblo (1963) y Cuadernos de Bellas Artes (1964).
Desde 1947 impartió materias diversas en la Escuela Normal Superior, y a partir de 1949 también en el Claustro de Sor Juana, además de dar cátedra y conferencias en otras instituciones. Después ingresó a la Universidad Nacional Autónoma de México, donde estudió psicología, pedagogía y se doctoró en filosofía. En 1955 asistió a cursos de filosofía en La Sorbona y de historia del arte en L'École du Louvre, en París, Francia.
Un país culto estimula a sus ancianos
Emma Godoy, al reflexionar sobre las etapas de la vida, señaló que el ser humano debe prepararse para la vejez prácticamente desde sus primeros años de vida, pero más a partir de los 40, para no ser una carga para nadie y conservarse activo; para ello invocaba al espíritu:
En la medida en que hay espíritu, la ancianidad deja de ser una amenaza para convertirse en una ardiente promesa. No estaría mal hacer una prueba para medir la espiritualidad de las personas, fundándose en esta cuestión: ¿Qué piensa usted de la ancianidad?
En nuestra época, la mayoría saldría de la prueba con cero. Pues hoy no se estima la valía de un individuo, sino su productividad económica. Es decir, se le mide con el mismo criterio con que se juzga a una máquina o a una vaca.
Es que ahora no somos adultos, sino simplemente civilizados. En épocas de cultura, los viejos han sido considerados los grandes de la nación. A ellos se les confiaba el más alto de los oficios: el de gobernar. El sanedrín de Israel estaba integrado por 71 ancianos. El Consejo de Delfos guiaba a Grecia. El senado romano tenía tanto o más poder que el César. (La palabra "senado" viene de senectud: viejo.) Los cardenales de la iglesia peinan canas. Y a un sacerdote católico se le llama "presbítero", honrándole con ese título porque présbita, en griego, significa "viejo": es un modo de calificarlo de sabio, aunque sea joven.
Porque un país culto y no decadente estimula a sus ancianos, pues sabe que en ellos reside la parte sabia de la humanidad.
El amor, gran educador.
Emma Godoy, al referirse a DIVE y al entonces INSEN, decía que primero se debería educar para vivir:
Somos una campaña educativa. No sólo hemos de batallar contra el ambiente, sino contra la inercia de los senectos actuales para incitarlos a que ellos mismos se revaloren. Mas, sobre todo, nuestro objetivo son los jóvenes y niños; habremos de educarlos con miras a que desde ahora se preparen para hacer de su edad mayor la edad dorada.
Así que primeramente hemos de actuar sobre la psique –hoy deprimida y deteriorada– de los viejos, para que recobren la conciencia de su valor, de su potencial anímico, de la preeminencia que se les otorga el habérsenos adelantado en las batallas de la vida. Y hacer que asuman su obligación de servicio, hasta comprometerlos para que ya se desaten del marasmo y se levanten a guiar y conducir, mostrando el norte en las diferentes tareas a las generaciones titubeantes que aún no se han realizado.
Las abuelas o los abuelos de cualquier clase social que recibieran el homenaje y la ternura de los suyos, pronto dejarían de ser un estorbo para convertirse en personas fructuosas y en centro espiritual de la familia. El amor es un gran educador. Si en todas partes se honrara al longevo -puesto que es el orientador, el técnico del vivir, al que todos necesitaríamos consultar-, reaccionaría levantándose de su agobio para entregar lo mejor de su talento y experiencia. ¡Cuánto ganaría un país si hiciera de nuevo productiva la edad de la sabiduría!
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