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Relato de Plaza de Gallos



Una pelea de gallos que se realizó entre 1790 y 1800 tenía paralizadas a dos familias, eran el emplumado giro contra el colorado los que luchaban a muerte; se apostaba la Plaza de Gallos de León.

El dueño de la finca era don Manuel Gutiérrez de La Concha y llevaba a su mejor gallo, el colorado.

“Andrés Romo era mi bisabuelo y le fue al gallo giro, era mil setecientos noventa y algo según me contaron cuando era niño”, recordó Abraham Hernández Sánchez, que a sus 81 años es uno de los últimos dueños de la casona ubicada en la calle Juárez de la Zona Centro y que atraviesa hasta la Justo Sierra.

El nervio no era para menos, la plaza incluía la casona de 34 habitaciones, 17 arriba y 17 abajo, algunas más grandes que otras, todas unidas por pasillos con arcos coloniales hechos de cantera y techos de bóveda anaranjados sostenidos por vigas de madera que resguardaban los dos pisos.

“Del techo colgaban telas de colores (azul, rosa y anaranjado pastel), había unos dibujos muy bonitos (con forma de triángulos pintados como arcoíris), en las esquinas”, dijo don Abraham, quien recordaba también los pasillos de piso rojo y barandales metálicos con pasamanos de madera.

El ambiente en la casa era húmedo y un tanto frío, pues para cuando Abraham Hernández nació en 1932, la Plaza de Gallos ya tenía alrededor de 20 años en desuso y exhibía heridas de adobe resquebrajado que auguraban su destrucción. En la casa llegaron a vivir cerca de 40 personas.

En 1810 durante la Guerra de Independencia, el redondel de la plaza que alguna vez fue coso taurino, albergó a cerca de cinco mil insurgentes con sus caballos.

“Una de las historias dice que los insurgentes traían burros cargados con lingotes de oro y como los animales ya no podían caminar, descargaron casi la mitad del oro y la enterraron en algún lugar del redondel, claro, mataron a los obreros para que no dijeran dónde estaba; por muchos años la familia excavó para buscar el oro, pero lo único que un día encontramos fue un cráneo que a mí me tocó sacar”, expresó el actual dueño.

Y en un espacio similar al jardín de la Presidencia Municipal, con todo y kiosco, el terreno para buscar era amplio, sin contar las 11 gradas de tabique donde cabían alrededor de mil 500 personas sentadas.

Durante la Guerra de Independencia, el brigadier Félix María Calleja, mandó colgar en la plaza a los leoneses que se unieron a las causas independientes y con el paso de los años, las historias de terror aumentaban en la casona, al igual que sus grietas y vigas desvencijadas que poco a poco cedieron hasta derrumbar algunos techos y pilares.

“De niños nos juntábamos a dormir como seis primos, uno solo no se quedaba, en las noches se escuchaban las cadenas y se veían sombras, daba miedo estar ahí, mucha gente vio a una monja que caminaba por los pasillos, decían que eran espíritus malignos por lo que ahí había pasado”, expresó uno de los hijos de Abraham, que recordaba también los murciélagos que volaban por los pasillos.

Los eventos del pueblo

Cuando la Plaza de Gallos recibía a ‘El Santo’, ‘Blue Demon’, ‘El Cavernario Galindo’ y ‘Black Shadow’, a la función de lucha libre entraban hasta 2 mil leoneses sentados y parados, pero sobre todo apretados.

“Me acuerdo que tenía como cuatro o seis años y lo que más me gustaba era entrar por los túneles que daban al redondel para ver el circo, las luchas, ahí llegaban todos los espectáculos del pueblo; eso sí, de noche ni entrar, daba miedo y una vez se me apareció el Catrín”, mencionó don Abraham.

Destrucción

La muerte arquitectónica del lugar se notaba cada vez más al paso de los años, las vigas de la plaza azotaron contra el suelo una y otra vez hasta que hoy en día sólo queda una que atraviesa el centro del redondel, donde alguna vez actuó la cantante de ópera Ángela Peralta.

Ya en últimas fechas se pueden apreciar bardas sostenidas por palos de escobas y trapeadores, paredes de colores azul, verde, blanco y rojo que están resquebrajadas; la naturaleza hizo su parte y cubrió todo el terreno con plantas, pasto que llega a la cintura, enredaderas que suben por lo alto de las columnas y hojas secas de los árboles que sepultan las gradas.

El suelo de la mayoría de los cuartos en el segundo piso es sólo un hueco más que deja entrar luz, pues el techo hace tiempo que cayó.

Entrar ahora a la Plaza de Gallos que don Andrés Romo ganó al morir el gallo colorado, es como presenciar un terreno devastado por la guerra; hay trozos de construcción por todas partes, hundimientos, palomas que lo hicieron su nido y el olor a humedad junto con el guano de los murciélagos cubre los pisos y el ambiente del lugar.

“Después de ganar la plaza, cuando murió mi bisabuelo Andrés Romo, le dejó la casa a mi abuelo Máximo Hernández por estar casado con Sebastiana Romo, de ahí le dejaron la casa a mi papá y luego pasó a nosotros”, narró Abraham Hernández.


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