León de antaño por la noche
A esa hora también salían los jóvenes leoneses, muy arreglados a intercambiar miradas con sus bellas vecinas. Según la costumbre del Siglo XIX, ellas daban vuelta al jardín hacia un lado y ellos en sentido contrario. Nada de detenerse a platicar... un buenas noches, una sonrisa y una gardenia era lo que más se le permitía a un caballero para demostrar que estaba interesado en cierta señorita.
Le sonreían a Octaviana Portillo, la única de cuatro hermanas que no se había casado aún; Ana y Julia Heyser, recién llegadas del extranjero, quienes arrancaban suspiros con sus rubias cabelleras y Aurora Maciel, quien años más tarde habría de casarse con el célebre escultor Gabriel Guerra.
Las damas suspiraban por Archibaldo Guedea, quien acababa de regresar de estudiar en Alemania; Manuel Doblado, hijo del gobernador del mismo nombre… pero ninguno era tan envidiado como Alberto Peña, la flor y nata de los charros, todo un dandy de familia rica que siempre acudía montado en un hermoso caballo blanco. Lo malo era que al bajar del animal caminaba como "charrito" debido a la curvatura que la montura le había ocasionado en las piernas.
Mientras los jóvenes se echaban "ojitos", los adultos se reunían a vigilarlos bajo el naranjo que había frente a la tienda de "Las Tullerías" (Pasaje Guerrero). La conversación se animaba al momento de encender los cigarrillos de "jícara" que se acostumbraban en aquella época: La "jícara" era una vasija formada por la corteza de media calabaza laqueada en la que había tabaco desmenuzado y tiras de papel del "venado", que era la marca más famosa. La "jícara" pasaba de mano en mano entre los concurrentes, cada uno tomaba una tira de papel, colocaba tabaco y lo "enancaba" (hacía rollo) para luego encenderlo con piedra de pedernal, eslabón y yesca (arte ya perdido en nuestro días).
La tradición de fumar esos cigarrillos la comenzó doña Norberta Mena, a quien le habían dicho que esa práctica purificaba los pulmones.
A las diez de la noche sonaban en Catedral las campanadas de la "queda" y mamás e hijas comenzaban a desfilar rumbo a sus casas. Los varones también se retiraban a sus domicilios o a donde les pareciera conveniente (había varios prostíbulos y tabernas en las orillas de la ciudad).
A las once de la noche la plaza se quedaba desierta al igual que las calles de la población, y solo de tiempo en tiempo se oían los gritos de los guardias de la cárcel: ¡Centinela! Y aquellos les respondían ¡Alerta!
Por las calles cercanas al centro, los "serenos" vigilaban las lámpara de petróleo y anunciaban la hora y el estado del tiempo: ¡Tanteo que son las once y todo sereno!
Tomado de: valledesenora.mx
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